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El vals sin fin del adiós


Oscar Palacios

Mis hijos dicen que es una locura. No entienden de esa necesidad interior que a partir del amanecer de mis setenta años, me abrumó. Después de una vida exitosa en mi profesión médica me asaltó el deseo de dar una mirada a mi pasado, buscar a las personas que de una u otra manera incidieron en mi vida en momentos clave. ¿Es bueno volver atrás? Sólo somos memoria. El ayer le da sentido al hoy. No sé qué respuestas estoy buscando. Acaso la morbosidad de ver hundido a aquel compañero de la secundaria que violentaba mi tímido estar de adolescente. Bullying le dicen ahora lo que yo viví como humillación. Ese viejo dolor que nunca se ausentó. Quizá quiera huir de mí, del tiempo que se escapó entre los estudios, el trabajo, la investigación, la familia, ese repetir de una rutina que nos desliga del gozo de estar con uno mismo.

—Papá, ya no eres un muchacho para irte de mochilero sin rumbo fijo.

—Hijo, no exageres. Tampoco tengo demencia senil.

—Al menos que te acompañe René.

—¿Cómo crees?, ese nieto mío está más entretenido en satisfacer manualmente sus aceleradas hormonas y en chatear a toda hora. No, sería un estorbo.

—Al menos vete en tu auto, que te acompañe el chofer.


Y aquí voy, en este autobús que se mece al ritmo de las curvas de la carretera que me lleva a Juchitán. La hora gris anuncia que la noche ha llegado y ya se asoma en el cielo un enjambre de estrellas que han huido de las ciudades y hoy se refugian, luminosas, en las montañas y los pueblos. Sonrío ante el recuerdo juvenil, cuando viajábamos de la ciudad de México a Tuxtla y el chofer del autobús, al pasar por Tehuantepec, malicioso, disminuía la velocidad para que pudiéramos ver el espectáculo de las frondosas mujeres lavando ropa o bañándose en el río, con los senos libres de prejuicios.

—Abuelo, ¿y no te has imaginado que podría estar muerta?

—René, no seas ave del mal agüero y averigua.

—Me criticas y hoy recurres a mis conocimientos tecnológicos.

—Es para que no olvides quién te regaló tu laptop.

—Ya, ya. ¿Cómo dices que se llama?

—Lola Meneses.

—Dame más datos que Lola Meneses, seguro hay cientos o miles.

—Actualmente debe tener más o menos sesenta y cinco años.

—Ya que eres viudo podrías tener una novia más joven.

—No seas sangrón, sigue apuntando: enfermera, originaria de Juchitán en donde trabajaba en el Hospital Civil. Morena, de uno sesenta y cinco de estatura y con un lunar junto a la boca.

—Ahora entiendo por qué siempre andas tarareando cielito lindo.

—Uff, pero qué muchacho.

—Ja, ja, ja. ¿Algo más? Sus padres…

—Amilcar Meneses y Lola Matuz


Tuve que reconocer que el mundo ya no se comunica con señales de humo y de paso soportar la risa irónica de mi nieto, quien repetía sobre la maravilla del feisbuc, del tuiter, del chateo y toda esa parafernalia ¡Lola Meneses seguía viviendo en Juchitán! Una sobrina había contactado con mi nieto y le pasó los datos…

Al bajar del autobús y abordar el taxi para dirigirme al hotel, me sentí inquieto y un suspiro tembloroso, profundo, brotó de mi pecho. Es mejor regresar, me dije, pero en la radio ya anunciaban el son de La Martiniana y esa armonía dulce me llevó a aquellos días cuando supe lo que era el tequio o estar en una boda de ollas rotas y virginidades certificadas, de las velas y las mushes. Todo un mundo de olores, colores, sabores, sonidos, la vida plena de mis veintidós años.

Llamé a la puerta con timidez. Sentí que el ritmo cardiaco se aceleraba. Mi respirar fue atrapado por otro hondo suspiro. Ella abrió. Nos quedamos viendo. Nuestras miradas inciertas observaban esos cuerpos, un día ágiles, que hoy caminaban con pasos inseguros como reproduciendo la danza que sueña la tortuga. Extendió la mano señalándome el sofá para que me sentara. Me sentí torpe. No podía articular palabra alguna. Ella esbozó una leve sonrisa y rompió, quedamente, el incómodo silencio. Hablamos de temas rutinarios: la salud, el tiempo, los cambios en el pueblo, la familia, el trabajo. Me sirvió una taza de café y con los ojos expectantes me espetó:

—Desde que supe que vendrías no he tenido reposo. No entiendo por qué estás aquí después de tantos años. Son más de cuarenta. Es una locura. Sólo has removido tiempos idos, tiempos perdidos en la memoria, dolorosos. ¿Vienes a recriminarme? No te bastó aquel silencio humillante y el portazo rabioso. Un adiós con heridas…

—Espera, no se trata de eso. Ese pasado muerto está. Sólo quería saber que fue de de ti. No olvides que te amé más allá de la razón.

—Calentura de jóvenes.

—De mi parte no fue así. Ya estaba por concluir la carrera y cuando vine a buscarte aquel día fue para decirte que fueras mi esposa.

—Y ni siquiera te di tiempo de decírmelo y te lancé aquella parrafada sobre la confusión de los sentimientos.

—Heriste mi hombría.

—O tu machismo.

—Lo que fuera, pero en aquellos tiempos tan llenos de prejuicios, de tabúes, saber que una mujer me robaba a la mujer que amaba, me perturbó.

—Ni yo comprendía porqué Tina, aquella mujer, me había avasallado y sin intentar razonar me dejé llevar por esa pasión inédita. Sé que te amaba, pero fue más fuerte lo otro y sentí que merecías la verdad.

—Ya no tiene caso remover eso, no es ese el motivo de mi visita.

—¿Entonces…?

—Quería saber si fuiste feliz, si valió la pena.

—No sé finalmente que sea la felicidad. Acaso sea creerse feliz y en ese entonces imagino que lo fui. Estuvimos juntas diez años. Ella murió en un accidente automovilístico. Después intenté vivir con un hombre y no funcionó. Pude conseguir otra pareja, pero no lo hice y comencé mi amasiato con la soledad y aquí me tienes, envejeciendo sin remordimientos.

—¿Y nunca pensaste qué habría pasado si te hubieras casado conmigo?

—Sabes bien que pensar en los hubiera es una tontería. No fue y punto.

—Tienes razón. Genio y figura…

—El genio, tal vez, la figura pues…

—Eres una Madona.

—Llamar madona a una vieja gorda, es caballerosidad y se agradece.

—Falta algo más por decirnos.

—De mi parte no creo. Si estás aquí es porque me perdonaste y lo valoro porque te tuve un gran cariño.

—No hay nada que perdonar. El tiempo me enseñó que la naturaleza humana se expresa de distintas maneras y que hay que aprender a respetar, a tolerar.

—Sólo nos queda decir otra vez adiós.

—Sé que eres más joven que yo, pero por nuestra edad creo que será el definitivo.

Nos abrazamos y la calidez del beso en la mejilla me acompañó mientras caminaba por las animadas calles y la melancolía de unos sones istmeños incendió los recuerdos y me cuestioné sobre si seguía el camino que me había trazado. ¿Tiene algún sentido escarbar en el pasado? Bien lo dice Neruda: “Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”. Me sumí en la duda y con el ánimo jugueteando entre el optimismo y el pesimismo, no me decidía si viajar a la ciudad de Oaxaca o irme directo a Tenochtitlán. Eludí Oaxaca, la vieja Antequera, testigo de los días que siguieron a la ruptura con Lola, cuando me refugié en el alcohol, bajo el volcán de la depresión, quizás emulando a Lowry, quizás deseando desaparecer del planeta. Y llegó el sabadazo, por escándalo en la vía pública, dijeron, que me llevó a la cárcel a soportar la cruda más amarga de mi vida. Fue cuando llegó el rescate de Arturo Reséndiz, amigo, compañero de escuela con quien compartía cuarto. Un pariente que vivía en la ciudad gestionó mi liberación y me llevó a la Terminal para que retornara a la ciudad de México.

Arturo Reséndiz fue un estudiante que andaba de fiesta en fiesta. Sin embargo, tenía un brillo especial, una memoria extraordinaria. Mientras yo era un machetero, a él le bastaba una lectura para presentarse a un examen y aprobarlo. Norteño, atractivo, dicharachero y lo mejor, solidario. Nos conocimos desde el primer año de medicina y juntos estuvimos hasta concluir la carrera. Ahora, al entrar a su departamento en la colonia Roma, sentí que el tiempo nos había aplastado. Siendo dos años menor que yo, caminaba lento, medio encorvado, arrugas a granel, ojos abotagados, mirada triste, llena de incertidumbre. Me sonrió y me extendió los brazos. Nos abrazamos y sonreímos por nada.

—¡Vaya sorpresa! —exclamó—, ¿qué vientos te trajeron hasta aquí?

—Tiene tiempo que deseaba verte, sólo que tu esposa…

—Sí, lo sé, yo le pedí que se asegurara de alejar a los amigos para no comprometerlos.

—¿Y cómo estás?

—Estas ruinas que ves…

—No es para tanto.

—Nada de cortesías, sabes que estoy acabado. En cambio, tú, mírate, eres todo un galán otoñal.

—Las apariencias engañan.

—Pues la mía no, pero que le vamos a hacer.

—Nunca te agradecí lo suficiente lo que hiciste por mí.

—No jodas, para eso son los amigos. Supongo que te refieres al favorcito de juventud.

—Exactamente.

—Sabes bien el desmadre que fui. Me preocupó tu desaparición y tuve que improvisar. Sabía que si no presentabas ese examen para la beca en el extranjero se derrumbaban todos tus proyectos. Me las ingenié y conseguí una credencial con mi foto y tu nombre y presenté por ti. Me dije, lo más que puede pasar es que repruebe o que entre los sinodales haya un maestro conocido y nos corran a los dos. Todo salió perfecto.

—Lo dices tan fácil cuando sabemos que eso decidió mi vida, mi futuro, todo.

—Ya, ya, no exageres. En cuanto a sacarte del bote fue lo más fácil. Se pagó la multa y le dije a mi pariente: si no quiere subirse al autobús, lo amarras y lo traes.

—No hubo necesidad.

—Lo sé, y a propósito, nunca supe por qué terminaste con Lola.

—No tiene caso decírtelo ahora. ¿Sabes?, vengo de visitarla en Juchitán.

—¿En serio? ¿Qué pasa contigo?, ¿estás en tu gira de despedida?, ¿ya estás sintiendo el frío de la parca?

—Sólo saber lo que ha sido de nosotros. Tú, por ejemplo, ¿has sido feliz?

—No creo que exista una definición exacta de la felicidad. ¿Cuál es la felicidad de un filósofo?, ¿pensar en la inmortalidad del cangrejo?; ¿de un escritor?, ¿qué lo lean?; ¿de un actor?, ¿que lo aplaudan? Leí por ahí que la felicidad es hacer lo que uno quiera. Entonces habrá de preguntarse: ¿Has hecho lo que querías? Yo me quedo con la felicidad de estar vivo y nada más.

—A pesar de todo lo que te pasó.

—Quizá fue una decisión equivocada, pero asumo la responsabilidad.

—¿Podrías contarme?

—Ya que más da. Cuando terminamos la carrera tú te fuiste al extranjero, regresaste, te instalaste en tu ciudad, prosperaste, obtuviste reconocimientos por tus investigaciones. Volví a Ciudad Victoria, puse mi consultorio, me casé con la novia de toda la vida y todo marchaba bien. Una noche, cuando terminé de atender la última consulta, llegaron dos hombres, insistieron en que los atendiera, dejaron ver sus armas. Cerré la puerta y uno de ellos me dijo: “Esto no es un secuestro, necesitamos una consulta a domicilio, el hijo del jefe fue herido de bala. Lleve los instrumentos y medicinas que pueda necesitar”. Tomé lo que los nervios me permitieron y me subí a una camioneta negra. Llegamos a una residencia rodeada de altas bardas. Varios hombres custodiaban el lugar. Apresurándome me llevaron a una de las recámaras donde yacía un joven, veinteañero a lo sumo, con el abdomen sangrando. A su lado, una mujer trataba de detener el sangrado. Escuché una voz grave, cavernosa, que me decía: “Sálvelo y pídame lo que quiera”. Volteé a ver y la penumbra dibujó el rostro de un hombre como de cincuenta años, demacrado. Sería mejor llevarlo a un hospital. “No”, dijo. “Sería muy complicado. Haga lo que tenga que hacer. La enfermera es la que cuida a mi madre y ella lo puede ayudar”. Pedí que salieran todos. El hombre mayor, quien supuse el padre, permaneció sentado, inmutable. Ausculté al joven y observé que la bala había atravesado en sedal sin, aparentemente, haber tocado ningún órgano vital. Procedí a limpiar la herida y a suturar. “Necesitamos sangre”, dije. “¿Saben el tipo?” “Sí”, dijo el hombre y se levantó para dar instrucciones. Aproveché para pedir los medicamentos correspondientes. Luego todo fue cuestión de esperar. “Hágame el favor de quedarse para vigilarlo esta noche”, pidió cortés el hombre. “Debo llamar a mi esposa”, dije. Asintió. Fui escueto en la llamada: “Surgió una emergencia y no sé la hora en que llegue. Duérmete, todo está bien”. Por la mañana, los signos vitales estaban normales. El joven, lagrimeando, le pedía perdón a su padre. Di instrucciones a la enfermera y pedí que me llevaran a mi consultorio. El hombre, con una sonrisa a medias, me dijo: “Me ha devuelto la vida. Pídame lo que quiera”. “No es el momento”, dije, “por ahora todo va bien y creo que así seguirá. Si surgiera algún imprevisto llame. Volveré a medio día para checarlo”.

Así comenzó mi amistad con Luciano Bermejo, el próspero ganadero, a quien los rumores lo asociaban con el contrabando de drogas. No hice caso de habladurías y me convertí en el médico familiar y de todos sus empleados. Era generoso. El dinero me llegaba a manos llenas y fui perdiendo la perspectiva. Construí la clínica que había soñado con un equipo de punta. La fortuna era mi aliada. No supe medir las consecuencias. El dinero fácil aniquila nuestra capacidad de raciocinio. En diez años logré tener un capital que no había imaginado. Hasta que llegó el golpe. Luciano Bermejo resultó ser un capo importante y lo detuvieron.

—Pudiste argumentar que sólo cumplías con tu profesión.

—Y así fue, en algo ayudó decirles que un médico no anda investigando a qué se dedican sus pacientes. Creo que ya me traían en la mira, los federales no buscan quien la hace sino quien la paga. O ve tú a saber si no algún celo profesional incidió.

—Sin embargo, no te quitaron la clínica.

—Cierto, lo que pasa es que todo está a nombre de los socios y por más que los presionaron los colegas se mantuvieron firmes: yo era un médico más.

—¿Y la cárcel? Me dolió mucho saber que no permitías las visitas. Quise venir…

—No lo dudo… Consideré que era lo pertinente. Envié a mi esposa e hijos a la Ciudad de México y pedí a los amigos que no vinieran. No quería que los involucraran.

—Pero, ¡diez años, por dios!

—Fueron seis, me dejaron salir antes por comportadito. El reclusorio es un submundo, un espacio donde aflora lo peor de la naturaleza humana. Fue una experiencia amarga que quieras o no te deja hondas cicatrices. Me ayudó a no derrumbarme que me permitieran seguir ejerciendo dentro del penal. Eso me ganó el respeto de las mafias que controlan la vida carcelaria.

—¿Y ahora qué?, ¿te consumirás en este departamento?

—Ya estamos viejos, para lo que nos queda.

—Por eso mismo, ya es la última etapa y hay que vivirla con dignidad. La vejez es un estado de ánimo. Puedes seguir en la lucha o sentarte en un sillón a tejer tus frustraciones.

—Tú mismo estás buscando respuestas. ¿Qué haces aquí? Estás tratando de sentir lo que fuimos en la juventud y eso se llama nostalgia. La vida nos puso enfrente varios caminos. Algunos nos equivocamos, otros siguieron sin complicaciones. Lola, yo, ¿quién más sigue? ¿No sería más productivo que hablaras contigo mismo?

—Quizás tengas razón.

—No creas, tampoco lo sé. Estoy embrollado. Mi mujer se pasa largas temporadas con sus ancianos padres. A mis hijos los veo cada muerte de un obispo. Creo que me iré al pueblo más lejano a prestar mis servicios, ayudar a quienes lo necesitan. Hacer lo que siempre hemos hecho, ponerle topes a la muerte para que se retrase un poco, aunque nunca podamos vencerla.

—Vente a mi tierra, al sur profundo, podrías…

—Te lo agradezco, pero no. Bastaría ver a diario ese porte que conservas y mirar mi cuerpo en decadencia. El cuerpo refleja la derrota del alma.

—¿Nada puedo hacer?

—Nada, solamente darme un abrazo y decirme adiós.

No estaba en mi itinerario, pero sentí que algo me llamaba. Después de ver a Lola y Arturo, me llegó un vacío y por mis venas corrían emociones atropelladas y un sentimiento de derrota ante esta charada que trataba de reconstruir con los retazos de lo que en el pasado fue alegría, tristeza, búsqueda, y que ahora me estaban llevando hacia un abismo de preguntas cuyas respuestas ya no quería escuchar. Si había elegido viajar en autobús fue porque el paisaje también forma parte del edificio emocional que construimos durante nuestras vidas, pero ahora venía distraído y sólo volví a la realidad cuando divisé la hermosa bahía de Acapulco.

Y aquí me tienes, Carmela. Sé que tú fuiste el impulso que me trajo de vuelta. Sé que ya no te puedo decir frente a frente lo que debí decirte en el pasado. Sé que todo ha cambiado y que ni el hotel “Papagayo” donde pasamos nuestra luna de miel hace cuarenta años, existe. Altos edificios, mayor ajetreo, violencia. Y sin embargo, ahí están Caleta y Caletilla, La Quebrada, Condesa, Hornos y esa maravilla de las puestas de sol en Pie de la Cuesta que supieron de nuestros pasos y del amor único que llegó a mi vida. Me siento huérfano del sol y mar. Ya no está el cristal diáfano de tu risa. Ya no está ese aire, germen de fruto que se cobijaba entre mi sombra. ¿Dónde están aquellas plácidas auroras?. Soy un superviviente del naufragio en este mar indomable de la vida.

Nunca te lo dije, pero cuando te conocí cerré el ciclo del temor de un nuevo fracaso después de Lola. Ocho años para recuperarme de ese golpe absurdo y de pronto emergió tu presencia con la frescura de tus veinte años y no lo pensé más, me entregué a ti con toda la pasión que había estado dormida. Fuiste una gran compañera. No sólo modelaste una familia, sino que me acompañaste en mi profesión, con tu apoyo en las traducciones, con tus silencios ante los horarios asfixiantes que no nos permitían disfrutar de las cosas simples de la vida. Hoy me duele no haberte dicho que con tu ternura, tu comprensión, fuiste mi sostén. Sé que comencé alejarme de mi profesión por el dolor que significó no haber podido hacer nada, ni yo ni nadie, para detener el cáncer que me separó de ti. Derramé en silencio lágrimas que parecían acudir de todos los siglos y durante largo tiempo las noches de insomnio vieron la llegada silenciosa, indiferente, del alba.


—Me sorprendió tu llamada pidiéndome que viniera por ti al aeropuerto.

—Gracias, hijo. La verdad es que pudiste enviar al chofer, no quiero que se escapen tus pacientes.

—Ni lo digas. ¿Y qué, contactaste con alguien?

—Sí, con dos, porque la tercera siempre estará conmigo.

—¿Se puede saber quién es?

—Sí, tu madre.


Y aquí estoy, Carmela, de vuelta a nuestro hogar, en esta casa donde compartimos las lentas soledades, las dulces compañías. Este espacio que sabe de todas las pequeñas y grandes cosas que vivimos. Aquí abrazamos sueños con amigos y familia. Aquí nos aferramos a la esperanza. Aquí naufragamos en las desilusiones. Aquí construimos castillos de arena. Aquí supimos del claroscuro del alma de la naturaleza humana.



Di marcha atrás en ese intento de volver al pasado porque dos experiencias bastaron para comprender que en la vida no hay marcha atrás. Las personas llegan, están, se van y uno sigue adelante. La vida no es más que una larga cadena de adioses. Sin darnos cuenta decimos adiós a la infancia, a la juventud, al amor, al sexo, a los amigos. Y en este vals sin fin del adiós, sólo esperamos develar el misterio del último: la muerte.



Acerda del autor

Oscar Palacios (Yajalón Chiapas). Es escritor y periodista. Ha publicado 9 novelas (la décima, El factor Karamazov, está en prensa), cinco libros de cuentos, seis obras de teatro y un ensayo: Pupila colectiva. En 1999 recibió el Premio Chiapas en Artes y en 2001, el Premio Nacional de Cuento José Agustín.

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