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Mostrando entradas de abril, 2017

Sé que me oyes

Mikel Ruiz* Llega la oscuridad del tiempo, como si sólo te aguardara a ti. Sobre la copa de los árboles se posa la niebla, cae la brizna como mis lágrimas. En mi corazón se aprietan las nubes de dolor y maldad que has traído. He terminado de afilar tu machete, fue muy difícil, nunca lo había hecho. Volviste a beber sin medirte, perdiste la conciencia; no sabes ni qué hora es, en cambio nuestra hija está durmiendo, allí está envuelta en su cobija de lana. Espera, apretaré bien la soga en tus pies, por si aún intentas pararte”. Dentro de un jacal fúnebre Pascuala Tsepente’ se arrodilla, silenciosa, hasta quedar quieta frente a una cruz de madera. “¿Cuál es mi pecado para merecer esto, Padre? ¡Míralo, cómo pone sus ojos en mí!”, exclama al Cristo que tiene en las manos, recientemente despegado de la cruz delante de Pedro, su marido. Con la cabeza baja y los ojos cerrados, piensa en el sufrimiento de Elena, su hija muda. “Como tú eras el hombre hice todo cuanto me obligabas.

Flor de ámbar

Rebeca Ruiz Riveroll En el inicio del mundo, años atrás, cuando apenas en la tierra surgía la vida, hombres y mujeres se unieron y del vientre de éstas nació la inocencia. Los niños eran los preferidos de la Madre Tierra, porque con sus risas crecía la pochota. i Cada vez que jugaban y saltaban sobre la tierra, hacían surgir cerros. Sin embargo, cuando lloraban brotaba sobre las cortezas de troncos y ramas un líquido rojizo que después de un tiempo lograba endurecerse como si fuera una piedra. Las madres, angustiadas por los llantos de sus hijos, recolectaban de cada guapinol ii todas las lágrimas endurecidas y las ponían en la entrada de sus casas para alejar a los nahuales. iii A diferencia de otras mujeres que utilizaban las piedras para hacer pulseras y colgárselas a sus recién nacidos con el fin de protegerlos contra “el mal de ojo”, iv otras madres decían que los sollozos de sus hijos no eran más que pedacitos de mar, y para estar en paz hacían collares con las pi

El vals sin fin del adiós

Oscar Palacios Mis hijos dicen que es una locura. No entienden de esa necesidad interior que a partir del amanecer de mis setenta años, me abrumó. Después de una vida exitosa en mi profesión médica me asaltó el deseo de dar una mirada a mi pasado, buscar a las personas que de una u otra manera incidieron en mi vida en momentos clave. ¿Es bueno volver atrás? Sólo somos memoria. El ayer le da sentido al hoy. No sé qué respuestas estoy buscando. Acaso la morbosidad de ver hundido a aquel compañero de la secundaria que violentaba mi tímido estar de adolescente. Bullying le dicen ahora lo que yo viví como humillación. Ese viejo dolor que nunca se ausentó. Quizá quiera huir de mí, del tiempo que se escapó entre los estudios, el trabajo, la investigación, la familia, ese repetir de una rutina que nos desliga del gozo de estar con uno mismo. —Papá, ya no eres un muchacho para irte de mochilero sin rumbo fijo. —Hijo, no exageres. Tampoco tengo demencia senil. —Al menos

Billie Jean no es mi amante

Hugo Montaño* No negaré haberlo conocido. Fue una tarde cuando, atraído por el ritmo de un bajo hipnótico, llegué hasta la puerta de Melody, mi hermosa y adolescente vecina, quien me dijo: “Te presento a Maicol”. Lo vi entonces, con traje blanco, recostado junto a un tigre. — ¿Y qué oyes? — Biliyín —respondió al tiempo que levantaba la aguja del tornamesa para repetir la canción. Luego agregó: —He decidido que quien quiera ser mi novio tendrá que bailar y parecerse a Maicol Yacson. El ritmo del bajo rebotó en mi cabeza el resto del día. Miré de nuevo al personaje y me dije: “¡Está fácil!”. A la mañana siguiente compraba mi propio acetato en la Discoteca Americana. De regreso a casa un promocional de Pepsi me detuvo: una foto de Jackson en puntas  de pie   , de perfil, con el sombrero clavado y la leyenda “¿Quieres bailar como él? Reúne X cantidad de corcholatas y obtienes un guante plateado. Si reúnes Z cantidad de corcholatas obtienes uno dorado. Sé como Michae