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Karla Soto Schultz a).- Coyoacán, Ciudad de México. III-XII-MMXVI Es una tarde fría. Afuera llovizna. El calor que sube de las palmas de mis manos hacia mi alma proviene de una taza de café que atesoro frente a esta ventana. Mis pezones en el cristal han dejado un rastro de luz. En mi mesa me aguarda 2666 de Roberto Bolaño. Abajo, está la plaza, el Jardín Hidalgo. Las personas pasan sin percatarse de mi desnudez. Caminan de prisa para no mojarse. La tarde es gris y sabe a café. En un descuido de la lluvia, los únicos que voltean a verme son los coyotes de la fuente, abandonando su condición de piedra. b).- Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. VII-I-MMXVII Me siento a leer en una banca verde de metal del Parque de La Marimba. Está fría. Cruzo mis piernas y el viento ondea mi vestido como una bandera de algún país tropical. Pero le presto poca atención. Estoy en el capítulo final de mi libro favorito, y desde luego se trata de la enésima lectura: “La balada del café triste”, de
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Con la otra piel

Sául J. Trejo El automóvil súper deportivo se desplaza por el montañoso camino. La joven de espléndida belleza apremia al conductor para que acelere, porque disponen de poco tiempo antes de que el sol despunte sobre la cima. El eco de los caballos mecánicos irrumpe el silencio del amanecer profanando aquel ambiente casi virgen. La niebla cubre todo. Las casas que salpican el paisaje escupen volutas de humo, hace frío. El odómetro marca 160 kilómetros por hora, demasiado para el escaso peralte de la curva que se aproxima. El conductor pisó el pedal del freno y el sistema ABS asistido por el control de tracción y estabilidad mantuvieron al automóvil sobre la cinta asfáltica, quizás un ligero subviraje al salir de la curva que el conductor corrige con un suave movimiento del volante. La mujer sin ver al conductor, con un movimiento rápido activa el botón de manejo “ Race ” situado junto a los instrumentos, exigiendo a la máquina mayor aceleración. Casi al mismo instante

Zeferino

América Gutiérrez Otra noche de marimba, al menos la de hoy está muy alegre, suena afinada y con compás guapachoso, casi tan bueno como el mío tocando Tortuga del arenal ...  Casi lo olvido... Buenas noches, querido lector, yo soy Zeferino Nandayapa o "el don que está en el parque de la marimba". Ese soy yo, por eso los turistas nunca se toman fotos conmigo y por mucho que me alegrara verlos al principio, ahora me parecen sosos, pues nunca saben quién soy, me corrijo: quién fui, y aparentemente tampoco estoy en el discurso de los guías que alcanzo a escuchar decir: “Ah sí, era un señor que tocaba muy bonito la marimba”, en esos momentos me hubiera gustado que a esta estatua mía le hubieran puesto piernas y darles un puntapié por burros: Que tocaba muy bonito… ¡si era de las mejores! Porque la marimba era mi vida entera, mi ilusión, mi familia, el inicio y el fin de todos mis viajes, mi declaración de amor y mi rayo de luz en cualquier momento de soledad. Era como si a

Crónica de un Encuentro esperado

Ney Antonio Salinas II Encuentro de Escritores de Tapachula – AET, A. C. Del 27 al 29 de Abril de 2017 El tiempo encima; yo, bajando de los cafetales, del monte; el mundo avanzando como en cámara lenta, muy lenta, pero el segundero de mi reloj en su marcha hacia el caos iba endemoniado y sin pausa alguna. Entonces eché lo que pude a la mochila: una playera, mis libros, mi libreta de viaje y una pluma Parker que nunca se me despega. Olvidé la cámara; para bien llevaba celular. Olvidé la hora, pero traía el tiempo encima. Olvidé la paz de la montaña; para bien el rigor del sol deshacía mi sombrero. Un último café antes del viaje en un termo: iba corriendo calle arriba para buscar un taxi y los rostros en las puertas y ventanas arracimados de las personas viéndome pasar en medio de la lumbrera del día y mi café en la mano, hirviendo. –Pobre señor, ha de estar enfermito–, dijo una tía. Una señora pues. –¿Café, con este calorón?–, inquirió otro por ahí. Cuando pude abordar un t

Sé que me oyes

Mikel Ruiz* Llega la oscuridad del tiempo, como si sólo te aguardara a ti. Sobre la copa de los árboles se posa la niebla, cae la brizna como mis lágrimas. En mi corazón se aprietan las nubes de dolor y maldad que has traído. He terminado de afilar tu machete, fue muy difícil, nunca lo había hecho. Volviste a beber sin medirte, perdiste la conciencia; no sabes ni qué hora es, en cambio nuestra hija está durmiendo, allí está envuelta en su cobija de lana. Espera, apretaré bien la soga en tus pies, por si aún intentas pararte”. Dentro de un jacal fúnebre Pascuala Tsepente’ se arrodilla, silenciosa, hasta quedar quieta frente a una cruz de madera. “¿Cuál es mi pecado para merecer esto, Padre? ¡Míralo, cómo pone sus ojos en mí!”, exclama al Cristo que tiene en las manos, recientemente despegado de la cruz delante de Pedro, su marido. Con la cabeza baja y los ojos cerrados, piensa en el sufrimiento de Elena, su hija muda. “Como tú eras el hombre hice todo cuanto me obligabas.

Flor de ámbar

Rebeca Ruiz Riveroll En el inicio del mundo, años atrás, cuando apenas en la tierra surgía la vida, hombres y mujeres se unieron y del vientre de éstas nació la inocencia. Los niños eran los preferidos de la Madre Tierra, porque con sus risas crecía la pochota. i Cada vez que jugaban y saltaban sobre la tierra, hacían surgir cerros. Sin embargo, cuando lloraban brotaba sobre las cortezas de troncos y ramas un líquido rojizo que después de un tiempo lograba endurecerse como si fuera una piedra. Las madres, angustiadas por los llantos de sus hijos, recolectaban de cada guapinol ii todas las lágrimas endurecidas y las ponían en la entrada de sus casas para alejar a los nahuales. iii A diferencia de otras mujeres que utilizaban las piedras para hacer pulseras y colgárselas a sus recién nacidos con el fin de protegerlos contra “el mal de ojo”, iv otras madres decían que los sollozos de sus hijos no eran más que pedacitos de mar, y para estar en paz hacían collares con las pi