Ir al contenido principal

Sé que me oyes


Mikel Ruiz*

Llega la oscuridad del tiempo, como si sólo te aguardara a ti. Sobre la copa de los árboles se posa la niebla, cae la brizna como mis lágrimas. En mi corazón se aprietan las nubes de dolor y maldad que has traído. He terminado de afilar tu machete, fue muy difícil, nunca lo había hecho. Volviste a beber sin medirte, perdiste la conciencia; no sabes ni qué hora es, en cambio nuestra hija está durmiendo, allí está envuelta en su cobija de lana. Espera, apretaré bien la soga en tus pies, por si aún intentas pararte”.

Dentro de un jacal fúnebre Pascuala Tsepente’ se arrodilla, silenciosa, hasta quedar quieta frente a una cruz de madera. “¿Cuál es mi pecado para merecer esto, Padre? ¡Míralo, cómo pone sus ojos en mí!”, exclama al Cristo que tiene en las manos, recientemente despegado de la cruz delante de Pedro, su marido. Con la cabeza baja y los ojos cerrados, piensa en el sufrimiento de Elena, su hija muda.

“Como tú eras el hombre hice todo cuanto me obligabas. Si querías pozol, rápido ponía mi olla de agua cerca del fuego, mi jícara ya estaba en tus manos; si pedías de comer, mis platos ya estaban sobre la mesa, así te sentías un gran hombre, feliz, porque tus palabras eran de fuego.

”Sé que me oyes; aunque tus párpados estén pegados, tus oídos están abiertos. ‘Nunca se me olvida nada’, afirmas siempre, y veremos si te acuerdas de esto cuando vuelvas en ti. Por ahora no puedes moverte, callado, así te quiero. Porque tú no parabas de hablar: ‘es que metieron la electricidad en nuestra casa’. Nunca te callabas, hiciste enojar a muchos, incluso a nuestros padres. Yo decía que sí y acepté que era lo mejor, aunque no supiera para qué nos iba a servir, sabía que vivíamos con la luz de las velas, bastaba un par de ocotes si salíamos de noche. Nunca te pregunté quién te dio esa idea, dónde viste que servía, que mejoraba la vida. ‘No sé cómo pudieron cargar esos postes, parecían grandes serpientes que venían del bosque. Nos va a cambiar la vida’, dijiste, ‘eso hará más inteligente a nuestros hijos’. Terminaste de convencer a todos.

”Yo no necesito de esa luz. Acabo de apagarla, a mí no me sirve. Las mujeres nacimos con la vista despejada, conforme crecemos los hombres nos van ofuscando.

”Nunca entendiste el castigo que sufrimos, el pecado que pagamos. ‘Luego hablará’, decías, ‘nadie en esta vida se queda sin hablar’. Te burlaste de nuestra hija, deberías escuchar su lamento, saber qué pide, qué dice cuando llora, sólo pega y despega los labios, grita, mas su lengua está vacía de palabras.

”Quieres moverte pero te esfuerzas en vano, te tengo bien atado, por más que eres un hombre fuerte”.

Pascuala suelta la figura del Cristo y cae al suelo destiñéndolo con sus lágrimas, espera que por fin interviniera por Elena: de lo contrario, él será el responsable de sus actos. Ignacio ya no prepara su mecapal y su machete como solía hacerlo. Ha pasado una semana desde que ya no se preocupa de su milpa y en traer leña, únicamente su madre lo hace. Se levanta de su camastro a pedir café y tortilla del comal, luego agarra una silla y se sienta frente al televisor. Primero sólo lo observa, en seguida va a acariciarlo, le limpia el polvo, no deja que ninguna huella manche la pantalla. “Ni lo vayas a tocar, mamá, se descompone muy fácil”, le repite a cada rato.

Son escasos sus recuerdos acerca de la instalación de la luz eléctrica en su paraje, pues apenas cumplía tres años. Ahora, después de diecisiete, tiene muchas ganas de conocer lo que los mestizos muestran en la televisión. Quiere aprender el idioma, la ropa que visten y la forma de vivir de las personas citadinas, “ellas son inteligentes, tienen una mejor vida. No sólo comen frijol y tortilla como yo”, se dice.

Ignacio toma el control remoto y enciende el televisor, permanece sentado como una piedra sembrada, sus ojos fijos en la pantalla. Siente una atracción hipnótica, él mismo se imagina en la televisión, feliz, siendo otro.

“Hijo, ¿te traigo más tortillas; te sirvo más café?”. Nadie responde. “¿Falta mucho para que vayas a cuidar tus borregos, mamá?”, dice cuando por fin despega los labios, sin moverse.

Al darse cuenta, su madre ya no está en casa. No sabe cuánto tiempo hace que salió, ni a dónde fue. Aguarda un momento para ver si regresa, si sus pasos suenan en algún lado: “se ha ido lejos”, se convence a sí mismo. Se levanta, con pereza, para asegurar bien la puerta, que nadie se atreva a abrir, aunque le tirara de patadas con la fuerza de un huracán. Antes de sentarse, se acerca a su camastro, levanta los trapos que utiliza de almohada, caen unos discos, toma uno, lo inserta en su reproductor de DVD y se acomoda a esperar que empiece la película.

En la pantalla aparecen mujeres desnudas acompañadas de una canción que nunca había escuchado. Ignacio siente que el aire se calienta, penetra su sangre, su cuerpo como lumbre. Aplasta un botón del control para seleccionar una escena.

Detrás de la puerta aparece una muchacha vestida elegantemente con enagua y blusa bordada; un joven la jala hacia la cama. Los dos caminan silenciosos. Él la abraza e intenta besarla, ella se resiste, se suelta y va al sanitario. Mientras tanto él se acerca al dispositivo que está grabando la escena, lo enfoca bien hacia la cama y, luego de indicar la ampliación de imagen, lo vuelve a acomodar sobre la mesa. Ella sale del sanitario sosteniendo su enagua con las manos, de inmediato él corre a abrazarla. Le toma las manos y la enagua cae al suelo, quedándose ella sólo con la blusa. El joven acuesta a la muchacha a la orilla de la cama. Al instante le sujeta las piernas sobre los hombros y la penetra. Ella tiene la mirada perdida, como si buscara a alguien más dentro del cuarto. Ignacio presiona otro botón para adelantar el curso del video. Sobre la cama el joven chupa unos senos diminutos. Luego baja la cabeza entre sus claros y gruesos muslos, ella gime y pronuncia palabras ininteligibles.

Ignacio no despega la mirada ni un momento. Sus oídos están atentos a los suaves gemidos de la joven; cómo no fuera él quien la penetra, si fuera posible meterse por el cristal del televisor. Imagina estar con otras muchachas, pero ¿quiénes?, nadie lo quiere, aquellas a quienes habla dicen que es un haragán, un flojo, no tiene dinero, no se viste con buena ropa como los demás jóvenes, con botines y pantalón de mezclilla, camisa de cuadros y chamarra de piel. Ignacio sólo tiene dos pantalones y tres camisas en desuso. “Si permanezco aquí, nunca cambiaré”, se dice a sí mismo, “si sigo en la siembra de milpa, así me moriré, solo”.

Su mano derecha sostiene su pene erecto dentro del pantalón. Lo soba, lo aplasta, luego abre el cierre para sacarlo mientras que en la pantalla la chica parece disgustarse con el pene del joven en su boca. Ignacio siente mojadas sus manos al agarrarlo, comienza a bajar y subir el prepucio, lenta y luego apresuradamente. Se levanta de la silla, siente en el ombligo una contracción, sus manos se aceleran, su abdomen se contrae por última vez con un dolor que lo hace temblar, eyacula.

En la pantalla el joven deja de inmediato a la muchacha y se dirige al sanitario llevando en las manos su semen. A la orilla de la cama la joven se sienta y se acomoda la blusa; al levantar la enagua del suelo, su mirada se congela al dar con la cámara sobre la mesa. Pasmada, se pone en pie sin saber qué hacer. Detrás de ella aparece apresurado el joven y rápidamente va por la cámara, la grabación se interrumpe. El disco deja de reproducirse, en la pantalla del televisor sólo queda música sonando.

Mi madre no ha regresado, se fue lejos a pastorear, piensa. Con el pene colgando fuera del pantalón se acerca a la cama, busca un trapo con que limpiarse las manos.

La joven del video aparece en su imaginación, jala y cierra la puerta de su casa, le tapa la boca con el trapo con que se había limpiado. Se sumerge en su piel, la hace suya sin restricciones. Siente cuánto late su corazón de miedo, su sangre deja de recorrerla. Le roza la piel con sus dedos, se pierde en su llanto.

Presiente que su madre no ha de tardar, envuelve los discos en un trapo viejo y los esconde. Apaga el televisor. Busca el pantalón y las camisas; regresa por los discos, todo lo deposita en una caja de cartón que encontró debajo de su camastro. De una vez, ahorita que no está mi madre, ella no entiende esto que voy a hacer, piensa. No encuentra nada para amarrar la caja, así la levanta. Abre las puertas, se percata primero de que no viene nadie. Sale despacio; desde la colina, el color naranja de la tarde lastima sus ojos. Enseguida baja la vista, observa cómo, al pie de los cerros, la neblina comienza a vestir la montaña de blanco. Mañana lloviznará, piensa. Se detiene en el patio. Las pocas casas vecinas siguen mudas, algunas mujeres aparecen con sus borregos. Ignacio comienza a descender la montaña, se coloca en la gran vereda que la gente utiliza para bajar al pueblo de Mitontic.

.   .   .

“Se acercan los días para desempeñarte como mayordomo. Es una estupidez, no servimos para nada, nuestras palabras no tienen sentido, y si no fuera así no estarías tirado por borracho. Caminas como animal que busca qué comer, abajo y arriba de la mirada del ojov, entre manos y pies de los demonios. No es que el pox fuera el problema, eres tú quien no sabe dónde ni cuándo encuentra el aliento del tiempo, el coraje de tus compañeros de vida, la furia de los dioses; sabes muy bien que no es pura risa ni juego el cuidar y alabar a nuestros santos. ¿Dónde está tu maíz que cocinarán tus auxiliares, dónde tu frijol que comerán tus músicos, tus cargadores de flores y de los que vendrán a visitarte?

”A mí ya no me tomas en cuenta, mis palabras no te importan. ‘Sí, yo cuidaré a nuestros santos’, dijiste; ‘estoy listo para ocupar este cargo, puedo hacerlo’, insististe a los demás mayordomos, por eso te creyeron. ¡Jajaja!, ¿dónde está ese hombre?, ¿dónde ese cuidador y ayudante? Así como estás no lo creo. ¿Cómo puedes cuidar a un santo más que a tu mujer, más que a tu hija?

”Lo sé, las demás mujeres y los hombres no me ven con buena cara, me odian. ‘Esa mujer ha enloquecido’, dicen cuando me ven caminar, ya no soy la que va detrás de ti, la sumisa. Ni a mis padres ni los consejos de los ancianos los sigo: que la mujer es obediente, que es menor que el hombre, que la mujer se calla cuando él habla. Ya no. ¿Qué harás al rato que despiertes?, ¿qué dirás cuando sepas de ti? Lo que sí sabrás es que ya no soñarás igual, no pensarás de la misma manera, tu sangre se fraguará en tu boca.

”¿Una labor florida? Claro, muy florida. Beben aguardiente, discuten, pero tú no te quedas con eso. Nada nos beneficia cuando terminas arrastrándome por el suelo, debajo de tus flores y adornos. Después gritas que eres el hombre, que tú mandas con tu cincho en una mano y tu sombrero lleno de listones en la otra. Un hombre con cargo florido y sin armonía en su casa, aunque nuestras palabras sean cantos.

”Las chispas del fuego danzan, las flamas cantan debajo de la noche, su calor acaricia mis mejillas. El fuego tiene corazón, siente mi tristeza, cuando lo atizo se despierta lentamente, me espera a su lado. Escucha mis lamentos y pláticas, a veces calla, a veces se enfurece, pero siempre en un susurro viene a secar mis lágrimas, compañero de madrugadas y atardeceres.

”Te estás moviendo, Pedro. Escucha al fuego, te tiene sudando, has de tener pesadillas. Aún no puedes levantarte, aún falta que tu cuerpo recupere fuerzas, no has parado de beber, te perdiste en el alcohol desde que nació nuestra hija, porque tú siempre querías un niño. Pero a partir de hoy todo termina aquí, bebiste por última vez, sentiste el aguardiente que acarició tu garganta con sus llamas y revolvió tu mente.

”Espérame aquí; pensándolo bien, traeré otro poco de aguardiente, un regalo que te preparé. Debo apurarme para que no sientas ningún tipo de mordida, ni la del filo del machete”.

.   .   .

Lo que anhelan ver los ojos de Ignacio son los carros, los grandes edificios y las muchachas. Sus manos ansían tocarlas, estar cerca de ellas. Desea que la vida transcurrida en el paraje no fuese de él. Ayer veía en la televisión a parejas jóvenes libres. Hasta muy entrada la noche se acostó, pero no conciliaba el sueño; se imaginaba ahí en el ambiente, entre la multitud, pero diferente.

Sus ideas están bien sembradas. Ya nadie le arranca de la cabeza la idea de ir a la ciudad. Rápidamente se acuerda de que no tiene dinero suficiente. Aunque le explicase a su madre, ella no le dejaría salir de su casa, no tiene a nadie más que la acompañe. Ignacio está cansado de estar con ella, aburrido. Lo que quiere es vivir solo, que una mujer no le venga a dar órdenes, mucho menos su madre. Por eso ha dejado su casa, y sigue bajando la colina. Alcanza a mirar a una muchacha que va con sus borregos en fila, hay blancos y negros. Se detiene a observarla, es Elena. Por un momento duda si seguir bajando o regresar a casa; dirige la mirada hacia la blancura de sus pantorrillas, luego le busca el rostro, un rebozo raído enrollado sobre el hombro cubre hasta la nariz de Elena. Ignacio acelera los pasos detrás de ella en un camino sinuoso y solitario dentro del bosque.

Elena llega a su corral. Los borregos entran con precisa tranquilidad y orden. La joven los cuenta al pasar, ocho grandes y dos pequeños. Ella también pasa por la misma tranca para atar los cuernos de un carnero en un palo grueso. Detrás de ella el corral se cierra inesperadamente.

Una vez dentro, Ignacio suelta su caja. Mira a Elena con ojos lascivos. Arruga la frente, las aletas de su nariz se abren y se cierran repetidamente. Respira fuerte, como si el aire no quisiera entrar de golpe en esos dos agujeros que parecen cuevas oscuras y devoradoras. No piensa en nadie más, está frente a ella. Nota que su cuerpo no le ayuda a escapar, sus pies no le responden, tiemblan.

La mente y el corazón de Ignacio no se entienden, cada uno trabaja por su lado. No sabe de dónde proviene la voz imperativa en su cabeza, que llega lacerante en la piel de Elena; ve que ésta retrocede, pero a tan sólo unos pasos ya no puede traspasar la pared del corral. Ignacio asegura bien la puerta, enseguida se abalanza sobre Elena y le aprieta el cuello. “¡Si gritas te mueres!”, la amenaza. De repente se ríe de sí mismo, ha recordado que ella no puede hablar. No logra controlarse, sólo obedece a su cuerpo, su sangre hirviente. Siente que su piel quema; brasas arden en su cabeza.

Elena respira a intervalos, con miedo. Su garganta suena a una corneta abierta de las orillas. Se asfixia. Ignacio la avienta al suelo y la monta rápidamente, sujetándola de ambas manos sobre la tierra. Observa, impasible, cómo sus pequeños y hermosos ojos se llenan de lágrimas. Los borregos son testigos del acto que no pueden juzgar. Ellos miran atentos, rumiando el pasto que guardaron durante el día en una parte de su estómago. Elena utiliza en vano sus delgados brazos para buscar quitárselo de encima. Ansía rasguñarle el rostro, desgarrarle la piel para que sienta el dolor que le destroza el cuerpo.

Ignacio lo había visto en la televisión. Los jóvenes en las ciudades se besan, acarician sus cuerpos, se agarran de las manos al caminar por las calles sin que nadie se burle de ellos, sin que nadie los fuera a acusar con los padres de la muchacha y sin que los obliguen a casarse, como en su paraje. A eso no le da importancia, ni a los padres ni a las autoridades ni a sí mismo; su ch’ulel está fuera de él.

Sus fuerzas apretadas en los huesos no sueltan a Elena. Mete la mano bajo la enagua, acaricia las piernas tibias y suaves hasta llegar a sus muslos. Le alza la falda y se pone en medio de sus piernas. Busca introducirse en ella lo más rápido posible. Siente que la enagua le estorba, pero tampoco tiene tiempo para arrancársela; con su mano derecha recoge un poco de saliva y la embarra sobre la vagina de Elena. Ella se retuerce, balbucea, el miedo y después la angustia la hacen gemir sordamente. Ignacio siente perderse en su propia excitación al penetrar por primera vez a una mujer; pensaba que todo era fácil como veía en las telenovelas, la ansiedad comienza a desarticularlo.

Eyacula de inmediato. Termina rápido. No se explica por qué. Está empapado de sudor, le tiemblan las manos y los pies. Le cuesta trabajo subirse el pantalón, su cuerpo padece de un temblor que poco a poco se apacigua. Recobra las fuerzas de sus brazos, su corazón también recupera aire y sosiego. Elena se levanta, se acomoda la enagua, se sacude de la espalda el excremento de los borregos. Cuando Ignacio sale del corral, ella también lo hace y, con tosquedad, pone las trancas.

Ignacio se sienta al lado de la vereda. Elena sale del sitio, con su rebozo se cubre medio rostro, se siente sucia, dolida de cuerpo y alma, sin poder levantar la mirada, sus ojos están anegados en lágrimas. Sus gemidos lastimeros desaparecen confundiéndose con el rechinido de unos huaraches. Ignacio se queda pasmado, nadie más estaba cerca; ese ruido va aumentando, acercándose. Pasos alejados entre sí, como los de una persona grande. Apenas se pone en pie cuando un hombre seco y moreno, con un tercio de leña en la espalda, aparece indiferente. Ignacio alza su caja. El señor se detiene a observar al joven, tiene ganas de preguntarle qué ha pasado. Apunta su mirada hacia el corral, cuenta los animales que hay dentro. Luego ve que Elena sube la vereda. Pedro Ton retoma su camino para alcanzar a su hija. Ignacio se siente delatado, levanta su caja y se dirige hacia la misma dirección. Es tarde para huir.

.    .   .

El silencio de la noche penetra la casa, llega hasta la orilla del fogón, donde Pedro Ton sigue tirado. Permanece dormido; un hilo de saliva se le escapa por la comisura de la boca, va formando, poco a poco, una masa gelatinosa en el suelo. En la pared algo murmura, como si fueran ratones asustados, escapándose de la muerte por algún gato. Apenas escucha, no reconoce de dónde proviene ese ruido de telarañas que se teje en su oído. Hace frío: frío del hambre, frío del sueño. Se empapa de sudor y no deja de tiritar, el frío penetra su cuerpo, sus huesos, tiembla al lado del fogón.

Pedro Ton trata de moverse, intenta gritar, siente su cuerpo inútil, sus manos no sirven, sus pies tampoco. No sabe dónde está, se siente extraviado en el mundo, alejado del cobijo del santo que está a punto de recibir.

Al abrir un poco los ojos, lo primero que encuentra es la oscuridad; oscura la tierra, oscura su alma. “¡Ya maten a esa cosa que no se calla!, me duele la cabeza”, quiere decir mas no lo consigue. Tampoco hay alguien más fuerte que él para que lo levante, para salir corriendo, buscar otro trago de aguardiente en la casa del pasado Alférez, donde siempre bebía.

“¡Ayúdame!, Pascuala, ven aquí, me duele la cabeza”. Nadie le responde, ni un mensaje que le ayude a ordenar sus pensamientos, a componerle los huesos, sus gruesos nervios para levantarse. “¿Por qué nadie me responde?”, se pregunta. Comienza a bullirle la mente, el miedo se le enreda como una cuerda, se llena de palabras cargadas con todo el peso del silencio.

El murmullo inicia de nuevo, crece. “¿No han matado a esa cosa?, me perfora la cabeza”, nadie más responde; el mismo ruido luego se convierte en llanto, en un borboteo de sangre. Siente cómo aparece una claridad hiriente, sus ojos no la soportan; lentamente abre los párpados, la luz se ha prendido e inunda su vista. Vuelve nuevamente la cabeza hacia donde recuerda que está su camastro, donde dormía siempre con su pareja. Se acuerda que tiene una hija muda, una hija no deseada. “Si fuera niño sería otra cosa”, dice. Perturbado, observa el altar, no comprende por qué la cruz del Cristo ha desaparecido.

Sobre su camastro algo se alza, crece como una criatura gigante de la cueva. Quiere gritar a su esposa. Ven a ayudarme, ven a salvarme de las manos de la muerte, piensa. Se acuerda que llegó tarde a casa, su mujer le esperaba sentada al lado del fogón observando cómo ardía una brasa. Ya no pudo escucharla bien. Intenta recordar algo… “Ésta es la última vez que has disfrutado del sabor picante y ardiente de tu pox, aquí estaré para cuidarte, no te dejaré solo”.

El temblor aumenta en su cuerpo, siente cómo en sus huesos entra el escalofrío, y hasta en su alma. Tirita sin remedio. No halla forma de escaparse. “Esta no es mi casa, ¿quién me molesta?”. Silencio.

Una mujer se eleva sobre el camastro; presiente que de allí proviene el ruido, mas no comprueba nada. “¿Dónde estás?”, intenta gritar, insultar a su esposa como lo hacía siempre cuando se enojaba, pero lo que crece y lastima es ese grito que se entierra en su cabeza.

Había escuchado bien, el balbuceo no proviene de ningún lado, tampoco es de una rata que haya caído en una trampa. Todo cuanto quiere decir se convierte en gemidos, en llanto, en la voz del maíz, en el chillido de un puerco, de un gato, como el grito desesperado de Elena; como del dueño de los cerros, de las cuevas, como de alguien incompleto.

En su boca se ha perdido la palabra, se ha detenido la historia, se han transformado en sangre, en mutismo, en vacío. Ya nada volverá a ser igual. Pascuala Tsepente’ se recuesta de nuevo, apaga la luz, se envuelve con su cobija y abraza a su pequeña Elena.

.    .   .

El dolor en la cabeza de Pedro Ton se extiende inesperadamente por todo su cuerpo. Alcanza a notar vacía la funda de su machete en la pared. Sus ojos se cierran con lentitud. Ya no existe otro ruido más que el de su propia respiración. El dolor le entumece la memoria, la sangre en su boca; siente la lengua hinchada, agarrotada. Despacio, conforme el silencio se enreda en las telarañas de las paredes, el corazón de Pedro Ton Tsepente’ palpita en la oscuridad como la pequeña llama desprendida de una brasa en el fogón.


El presente texto de Mikel Ruiz pertenece a un libro que vacila entre la antología de cuentos y la novela corta titulado "Los hijos errantes", el cual puede adquirirse en las siguientes librerías:

REAL DE GUADALUPE 31, CENTRO , SAN CRISTOBAL DE LAS CASAS , CHIS , C.P.29200

-La Enseñanza - Casa de la Ciudad
Belisario Domínguez 15, Zona Centro, 29200 San Cristóbal de las Casas, Chis.

-Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literatura indígenas (CELALI)
Prolongación Insurgentes #156 - Barrio de María Auxiliadora
29293 San Cristóbal de Las Casas
01 967 674 5800

Acerca del autor:

Mikel Ruiz (Chamula, Chiapas) es autor del libro Los hijos errantes (Narrativa, 2014), y coautor de los libros: Silencio sin frontera (Antología literaria, 2011), Compilación de cuentos en Lenguas Indígenas 2009 (2010), Luna ardiente (2009), y Tejiendo nuestras raíces (2010). Tiene colaboraciones en el suplemento cultural “Ojarasca” de La Jornada/UNAM, en Diáspora, revista de arte y lenguaje, y ha sido compilado en “Trece narradores de Chiapas” para la revista Punto de Partida (2016) de la UNAM. Obtuvo el apoyo del Programa de Becas de Posgrado para Indígenas (PROBEPI, Ciesas/Conacyt 2013-2015), y de la beca de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes (FONCA/ CONACULTA), emisión 2010-2011. Actualmente es becario del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Chiapas (PECDA), 2016.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Billie Jean no es mi amante

Hugo Montaño* No negaré haberlo conocido. Fue una tarde cuando, atraído por el ritmo de un bajo hipnótico, llegué hasta la puerta de Melody, mi hermosa y adolescente vecina, quien me dijo: “Te presento a Maicol”. Lo vi entonces, con traje blanco, recostado junto a un tigre. — ¿Y qué oyes? — Biliyín —respondió al tiempo que levantaba la aguja del tornamesa para repetir la canción. Luego agregó: —He decidido que quien quiera ser mi novio tendrá que bailar y parecerse a Maicol Yacson. El ritmo del bajo rebotó en mi cabeza el resto del día. Miré de nuevo al personaje y me dije: “¡Está fácil!”. A la mañana siguiente compraba mi propio acetato en la Discoteca Americana. De regreso a casa un promocional de Pepsi me detuvo: una foto de Jackson en puntas  de pie   , de perfil, con el sombrero clavado y la leyenda “¿Quieres bailar como él? Reúne X cantidad de corcholatas y obtienes un guante plateado. Si reúnes Z cantidad de corcholatas obtienes uno dorado. Sé como Michae

Crónica de un Encuentro esperado

Ney Antonio Salinas II Encuentro de Escritores de Tapachula – AET, A. C. Del 27 al 29 de Abril de 2017 El tiempo encima; yo, bajando de los cafetales, del monte; el mundo avanzando como en cámara lenta, muy lenta, pero el segundero de mi reloj en su marcha hacia el caos iba endemoniado y sin pausa alguna. Entonces eché lo que pude a la mochila: una playera, mis libros, mi libreta de viaje y una pluma Parker que nunca se me despega. Olvidé la cámara; para bien llevaba celular. Olvidé la hora, pero traía el tiempo encima. Olvidé la paz de la montaña; para bien el rigor del sol deshacía mi sombrero. Un último café antes del viaje en un termo: iba corriendo calle arriba para buscar un taxi y los rostros en las puertas y ventanas arracimados de las personas viéndome pasar en medio de la lumbrera del día y mi café en la mano, hirviendo. –Pobre señor, ha de estar enfermito–, dijo una tía. Una señora pues. –¿Café, con este calorón?–, inquirió otro por ahí. Cuando pude abordar un t

Vacaciones

Nelly Gallardo Salí de vacaciones y fui a parar a Brujas, Bélgica, un lugar de mucha historia. Cuando llegué me hospedé en el hotel ”El Tinieblas”. Me asignaron la habitación 666. Cansado, sin más ni más aventé mi maleta y aún vestido me tiré a la cama. No sé si me dormí ni qué tiempo pasó, pero de pronto tuve la sensación de no estar solo. Abrí los ojos y me sobresalté. Vi una sombra que se acercaba a mí. Me paré como un bólido y la sombra lentamente se fue acercando y me decía sin palabras, sólo con su mirada penetrante: no temas, soy un ser fantasmagórico, te llevaré al otro mundo. “¡Ay!”, grité con fuerza “¡Déjame!, ¡déjame!”, pero la malvada me tomó del cuello tan fuerte que en el intento de zafarme me golpeé la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba solo. ¿Cuántas horas pasarían? No lo sé ni quiero saberlo. Salí de la habitación. Me encontré con el botones. Le comenté lo sucedido. Él me dijo, riéndose con sarcasmo, que me asignaron la hab