Mikel Ruiz*
Llega la oscuridad del
tiempo, como si sólo te aguardara a ti. Sobre la copa de los árboles
se posa la niebla, cae la brizna como mis lágrimas. En mi corazón
se aprietan las nubes de dolor y maldad que has traído. He terminado
de afilar tu machete, fue muy difícil, nunca lo había hecho.
Volviste a beber sin medirte, perdiste la conciencia; no sabes ni qué
hora es, en cambio nuestra hija está durmiendo, allí está envuelta
en su cobija de lana. Espera, apretaré bien la soga en tus pies, por
si aún intentas pararte”.
Dentro de un jacal
fúnebre Pascuala Tsepente’ se arrodilla, silenciosa, hasta quedar
quieta frente a una cruz de madera. “¿Cuál es mi pecado para
merecer esto, Padre? ¡Míralo, cómo pone sus ojos en mí!”,
exclama al Cristo que tiene en las manos, recientemente despegado de
la cruz delante de Pedro, su marido. Con la cabeza baja y los ojos
cerrados, piensa en el sufrimiento de Elena, su hija muda.
“Como tú eras el
hombre hice todo cuanto me obligabas. Si querías pozol, rápido
ponía mi olla de agua cerca del fuego, mi jícara ya estaba en tus
manos; si pedías de comer, mis platos ya estaban sobre la mesa, así
te sentías un gran hombre, feliz, porque tus palabras eran de fuego.
”Sé que me oyes;
aunque tus párpados estén pegados, tus oídos están abiertos.
‘Nunca se me olvida nada’, afirmas siempre, y veremos si te
acuerdas de esto cuando vuelvas en ti. Por ahora no puedes moverte,
callado, así te quiero. Porque tú no parabas de hablar: ‘es que
metieron la electricidad en nuestra casa’. Nunca te callabas,
hiciste enojar a muchos, incluso a nuestros padres. Yo decía que sí
y acepté que era lo mejor, aunque no supiera para qué nos iba a
servir, sabía que vivíamos con la luz de las velas, bastaba un par
de ocotes si salíamos de noche. Nunca te pregunté quién te dio esa
idea, dónde viste que servía, que mejoraba la vida. ‘No sé cómo
pudieron cargar esos postes, parecían grandes serpientes que venían
del bosque. Nos va a cambiar la vida’, dijiste, ‘eso hará más
inteligente a nuestros hijos’. Terminaste de convencer a todos.
”Yo no necesito de esa
luz. Acabo de apagarla, a mí no me sirve. Las mujeres nacimos con la
vista despejada, conforme crecemos los hombres nos van ofuscando.
”Nunca entendiste el
castigo que sufrimos, el pecado que pagamos. ‘Luego hablará’,
decías, ‘nadie en esta vida se queda sin hablar’. Te burlaste de
nuestra hija, deberías escuchar su lamento, saber qué pide, qué
dice cuando llora, sólo pega y despega los labios, grita, mas su
lengua está vacía de palabras.
”Quieres moverte pero
te esfuerzas en vano, te tengo bien atado, por más que eres un
hombre fuerte”.
Pascuala suelta la figura
del Cristo y cae al suelo destiñéndolo con sus lágrimas, espera
que por fin interviniera por Elena: de lo contrario, él será el
responsable de sus actos. Ignacio ya no prepara su mecapal y su
machete como solía hacerlo. Ha pasado una semana desde que ya no se
preocupa de su milpa y en traer leña, únicamente su madre lo hace.
Se levanta de su camastro a pedir café y tortilla del comal, luego
agarra una silla y se sienta frente al televisor. Primero sólo lo
observa, en seguida va a acariciarlo, le limpia el polvo, no deja que
ninguna huella manche la pantalla. “Ni lo vayas a tocar, mamá, se
descompone muy fácil”, le repite a cada rato.
Son escasos sus recuerdos
acerca de la instalación de la luz eléctrica en su paraje, pues
apenas cumplía tres años. Ahora, después de diecisiete, tiene
muchas ganas de conocer lo que los mestizos muestran en la
televisión. Quiere aprender el idioma, la ropa que visten y la forma
de vivir de las personas citadinas, “ellas son inteligentes, tienen
una mejor vida. No sólo comen frijol y tortilla como yo”, se dice.
Ignacio toma el control
remoto y enciende el televisor, permanece sentado como una piedra
sembrada, sus ojos fijos en la pantalla. Siente una atracción
hipnótica, él mismo se imagina en la televisión, feliz, siendo
otro.
“Hijo, ¿te traigo más
tortillas; te sirvo más café?”. Nadie responde. “¿Falta mucho
para que vayas a cuidar tus borregos, mamá?”, dice cuando por fin
despega los labios, sin moverse.
Al darse cuenta, su madre
ya no está en casa. No sabe cuánto tiempo hace que salió, ni a
dónde fue. Aguarda un momento para ver si regresa, si sus pasos
suenan en algún lado: “se ha ido lejos”, se convence a sí
mismo. Se levanta, con pereza, para asegurar bien la puerta, que
nadie se atreva a abrir, aunque le tirara de patadas con la fuerza de
un huracán. Antes de sentarse, se acerca a su camastro, levanta los
trapos que utiliza de almohada, caen unos discos, toma uno, lo
inserta en su reproductor de DVD y se acomoda a esperar que empiece
la película.
En la pantalla aparecen
mujeres desnudas acompañadas de una canción que nunca había
escuchado. Ignacio siente que el aire se calienta, penetra su sangre,
su cuerpo como lumbre. Aplasta un botón del control para seleccionar
una escena.
Detrás de la puerta
aparece una muchacha vestida elegantemente con enagua y blusa
bordada; un joven la jala hacia la cama. Los dos caminan silenciosos.
Él la abraza e intenta besarla, ella se resiste, se suelta y va al
sanitario. Mientras tanto él se acerca al dispositivo que está
grabando la escena, lo enfoca bien hacia la cama y, luego de indicar
la ampliación de imagen, lo vuelve a acomodar sobre la mesa. Ella
sale del sanitario sosteniendo su enagua con las manos, de inmediato
él corre a abrazarla. Le toma las manos y la enagua cae al suelo,
quedándose ella sólo con la blusa. El joven acuesta a la muchacha a
la orilla de la cama. Al instante le sujeta las piernas sobre los
hombros y la penetra. Ella tiene la mirada perdida, como si buscara a
alguien más dentro del cuarto. Ignacio presiona otro botón para
adelantar el curso del video. Sobre la cama el joven chupa unos senos
diminutos. Luego baja la cabeza entre sus claros y gruesos muslos,
ella gime y pronuncia palabras ininteligibles.
Ignacio no despega la
mirada ni un momento. Sus oídos están atentos a los suaves gemidos
de la joven; cómo no fuera él quien la penetra, si fuera posible
meterse por el cristal del televisor. Imagina estar con otras
muchachas, pero ¿quiénes?, nadie lo quiere, aquellas a quienes
habla dicen que es un haragán, un flojo, no tiene dinero, no se
viste con buena ropa como los demás jóvenes, con botines y pantalón
de mezclilla, camisa de cuadros y chamarra de piel. Ignacio sólo
tiene dos pantalones y tres camisas en desuso. “Si permanezco aquí,
nunca cambiaré”, se dice a sí mismo, “si sigo en la siembra de
milpa, así me moriré, solo”.
Su mano derecha sostiene
su pene erecto dentro del pantalón. Lo soba, lo aplasta, luego abre
el cierre para sacarlo mientras que en la pantalla la chica parece
disgustarse con el pene del joven en su boca. Ignacio siente mojadas
sus manos al agarrarlo, comienza a bajar y subir el prepucio, lenta y
luego apresuradamente. Se levanta de la silla, siente en el ombligo
una contracción, sus manos se aceleran, su abdomen se contrae por
última vez con un dolor que lo hace temblar, eyacula.
En la pantalla el joven
deja de inmediato a la muchacha y se dirige al sanitario llevando en
las manos su semen. A la orilla de la cama la joven se sienta y se
acomoda la blusa; al levantar la enagua del suelo, su mirada se
congela al dar con la cámara sobre la mesa. Pasmada, se pone en pie
sin saber qué hacer. Detrás de ella aparece apresurado el joven y
rápidamente va por la cámara, la grabación se interrumpe. El disco
deja de reproducirse, en la pantalla del televisor sólo queda música
sonando.
Mi madre no ha regresado,
se fue lejos a pastorear, piensa. Con el pene colgando fuera del
pantalón se acerca a la cama, busca un trapo con que limpiarse las
manos.
La joven del video
aparece en su imaginación, jala y cierra la puerta de su casa, le
tapa la boca con el trapo con que se había limpiado. Se sumerge en
su piel, la hace suya sin restricciones. Siente cuánto late su
corazón de miedo, su sangre deja de recorrerla. Le roza la piel con
sus dedos, se pierde en su llanto.
Presiente que su madre no
ha de tardar, envuelve los discos en un trapo viejo y los esconde.
Apaga el televisor. Busca el pantalón y las camisas; regresa por los
discos, todo lo deposita en una caja de cartón que encontró debajo
de su camastro. De una vez, ahorita que no está mi madre, ella no
entiende esto que voy a hacer, piensa. No encuentra nada para amarrar
la caja, así la levanta. Abre las puertas, se percata primero de que
no viene nadie. Sale despacio; desde la colina, el color naranja de
la tarde lastima sus ojos. Enseguida baja la vista, observa cómo, al
pie de los cerros, la neblina comienza a vestir la montaña de
blanco. Mañana lloviznará, piensa. Se detiene en el patio. Las
pocas casas vecinas siguen mudas, algunas mujeres aparecen con sus
borregos. Ignacio comienza a descender la montaña, se coloca en la
gran vereda que la gente utiliza para bajar al pueblo de Mitontic.
. . .
“Se acercan los días
para desempeñarte como mayordomo. Es una estupidez, no servimos para
nada, nuestras palabras no tienen sentido, y si no fuera así no
estarías tirado por borracho. Caminas como animal que busca qué
comer, abajo y arriba de la mirada del ojov, entre manos y pies de
los demonios. No es que el pox fuera el problema, eres tú quien no
sabe dónde ni cuándo encuentra el aliento del tiempo, el coraje de
tus compañeros de vida, la furia de los dioses; sabes muy bien que
no es pura risa ni juego el cuidar y alabar a nuestros santos. ¿Dónde
está tu maíz que cocinarán tus auxiliares, dónde tu frijol que
comerán tus músicos, tus cargadores de flores y de los que vendrán
a visitarte?
”A mí ya no me tomas
en cuenta, mis palabras no te importan. ‘Sí, yo cuidaré a
nuestros santos’, dijiste; ‘estoy listo para ocupar este cargo,
puedo hacerlo’, insististe a los demás mayordomos, por eso te
creyeron. ¡Jajaja!, ¿dónde está ese hombre?, ¿dónde ese
cuidador y ayudante? Así como estás no lo creo. ¿Cómo puedes
cuidar a un santo más que a tu mujer, más que a tu hija?
”Lo sé, las demás
mujeres y los hombres no me ven con buena cara, me odian. ‘Esa
mujer ha enloquecido’, dicen cuando me ven caminar, ya no soy la
que va detrás de ti, la sumisa. Ni a mis padres ni los consejos de
los ancianos los sigo: que la mujer es obediente, que es menor que el
hombre, que la mujer se calla cuando él habla. Ya no. ¿Qué harás
al rato que despiertes?, ¿qué dirás cuando sepas de ti? Lo que sí
sabrás es que ya no soñarás igual, no pensarás de la misma
manera, tu sangre se fraguará en tu boca.
”¿Una labor florida?
Claro, muy florida. Beben aguardiente, discuten, pero tú no te
quedas con eso. Nada nos beneficia cuando terminas arrastrándome por
el suelo, debajo de tus flores y adornos. Después gritas que eres el
hombre, que tú mandas con tu cincho en una mano y tu sombrero lleno
de listones en la otra. Un hombre con cargo florido y sin armonía en
su casa, aunque nuestras palabras sean cantos.
”Las chispas del fuego
danzan, las flamas cantan debajo de la noche, su calor acaricia mis
mejillas. El fuego tiene corazón, siente mi tristeza, cuando lo
atizo se despierta lentamente, me espera a su lado. Escucha mis
lamentos y pláticas, a veces calla, a veces se enfurece, pero
siempre en un susurro viene a secar mis lágrimas, compañero de
madrugadas y atardeceres.
”Te estás moviendo,
Pedro. Escucha al fuego, te tiene sudando, has de tener pesadillas.
Aún no puedes levantarte, aún falta que tu cuerpo recupere fuerzas,
no has parado de beber, te perdiste en el alcohol desde que nació
nuestra hija, porque tú siempre querías un niño. Pero a partir de
hoy todo termina aquí, bebiste por última vez, sentiste el
aguardiente que acarició tu garganta con sus llamas y revolvió tu
mente.
”Espérame aquí;
pensándolo bien, traeré otro poco de aguardiente, un regalo que te
preparé. Debo apurarme para que no sientas ningún tipo de mordida,
ni la del filo del machete”.
. . .
Lo que anhelan ver los
ojos de Ignacio son los carros, los grandes edificios y las
muchachas. Sus manos ansían tocarlas, estar cerca de ellas. Desea
que la vida transcurrida en el paraje no fuese de él. Ayer veía en
la televisión a parejas jóvenes libres. Hasta muy entrada la noche
se acostó, pero no conciliaba el sueño; se imaginaba ahí en el
ambiente, entre la multitud, pero diferente.
Sus ideas están bien
sembradas. Ya nadie le arranca de la cabeza la idea de ir a la
ciudad. Rápidamente se acuerda de que no tiene dinero suficiente.
Aunque le explicase a su madre, ella no le dejaría salir de su casa,
no tiene a nadie más que la acompañe. Ignacio está cansado de
estar con ella, aburrido. Lo que quiere es vivir solo, que una mujer
no le venga a dar órdenes, mucho menos su madre. Por eso ha dejado
su casa, y sigue bajando la colina. Alcanza a mirar a una muchacha
que va con sus borregos en fila, hay blancos y negros. Se detiene a
observarla, es Elena. Por un momento duda si seguir bajando o
regresar a casa; dirige la mirada hacia la blancura de sus
pantorrillas, luego le busca el rostro, un rebozo raído enrollado
sobre el hombro cubre hasta la nariz de Elena. Ignacio acelera los
pasos detrás de ella en un camino sinuoso y solitario dentro del
bosque.
Elena llega a su corral.
Los borregos entran con precisa tranquilidad y orden. La joven los
cuenta al pasar, ocho grandes y dos pequeños. Ella también pasa por
la misma tranca para atar los cuernos de un carnero en un palo
grueso. Detrás de ella el corral se cierra inesperadamente.
Una vez dentro, Ignacio
suelta su caja. Mira a Elena con ojos lascivos. Arruga la frente, las
aletas de su nariz se abren y se cierran repetidamente. Respira
fuerte, como si el aire no quisiera entrar de golpe en esos dos
agujeros que parecen cuevas oscuras y devoradoras. No piensa en nadie
más, está frente a ella. Nota que su cuerpo no le ayuda a escapar,
sus pies no le responden, tiemblan.
La mente y el corazón de
Ignacio no se entienden, cada uno trabaja por su lado. No sabe de
dónde proviene la voz imperativa en su cabeza, que llega lacerante
en la piel de Elena; ve que ésta retrocede, pero a tan sólo unos
pasos ya no puede traspasar la pared del corral. Ignacio asegura bien
la puerta, enseguida se abalanza sobre Elena y le aprieta el cuello.
“¡Si gritas te mueres!”, la amenaza. De repente se ríe de sí
mismo, ha recordado que ella no puede hablar. No logra controlarse,
sólo obedece a su cuerpo, su sangre hirviente. Siente que su piel
quema; brasas arden en su cabeza.
Elena respira a
intervalos, con miedo. Su garganta suena a una corneta abierta de las
orillas. Se asfixia. Ignacio la avienta al suelo y la monta
rápidamente, sujetándola de ambas manos sobre la tierra. Observa,
impasible, cómo sus pequeños y hermosos ojos se llenan de lágrimas.
Los borregos son testigos del acto que no pueden juzgar. Ellos miran
atentos, rumiando el pasto que guardaron durante el día en una parte
de su estómago. Elena utiliza en vano sus delgados brazos para
buscar quitárselo de encima. Ansía rasguñarle el rostro,
desgarrarle la piel para que sienta el dolor que le destroza el
cuerpo.
Ignacio lo había visto
en la televisión. Los jóvenes en las ciudades se besan, acarician
sus cuerpos, se agarran de las manos al caminar por las calles sin
que nadie se burle de ellos, sin que nadie los fuera a acusar con los
padres de la muchacha y sin que los obliguen a casarse, como en su
paraje. A eso no le da importancia, ni a los padres ni a las
autoridades ni a sí mismo; su ch’ulel está fuera de él.
Sus fuerzas apretadas en
los huesos no sueltan a Elena. Mete la mano bajo la enagua, acaricia
las piernas tibias y suaves hasta llegar a sus muslos. Le alza la
falda y se pone en medio de sus piernas. Busca introducirse en ella
lo más rápido posible. Siente que la enagua le estorba, pero
tampoco tiene tiempo para arrancársela; con su mano derecha recoge
un poco de saliva y la embarra sobre la vagina de Elena. Ella se
retuerce, balbucea, el miedo y después la angustia la hacen gemir
sordamente. Ignacio siente perderse en su propia excitación al
penetrar por primera vez a una mujer; pensaba que todo era fácil
como veía en las telenovelas, la ansiedad comienza a desarticularlo.
Eyacula de inmediato.
Termina rápido. No se explica por qué. Está empapado de sudor, le
tiemblan las manos y los pies. Le cuesta trabajo subirse el pantalón,
su cuerpo padece de un temblor que poco a poco se apacigua. Recobra
las fuerzas de sus brazos, su corazón también recupera aire y
sosiego. Elena se levanta, se acomoda la enagua, se sacude de la
espalda el excremento de los borregos. Cuando Ignacio sale del
corral, ella también lo hace y, con tosquedad, pone las trancas.
Ignacio se sienta al lado
de la vereda. Elena sale del sitio, con su rebozo se cubre medio
rostro, se siente sucia, dolida de cuerpo y alma, sin poder levantar
la mirada, sus ojos están anegados en lágrimas. Sus gemidos
lastimeros desaparecen confundiéndose con el rechinido de unos
huaraches. Ignacio se queda pasmado, nadie más estaba cerca; ese
ruido va aumentando, acercándose. Pasos alejados entre sí, como los
de una persona grande. Apenas se pone en pie cuando un hombre seco y
moreno, con un tercio de leña en la espalda, aparece indiferente.
Ignacio alza su caja. El señor se detiene a observar al joven, tiene
ganas de preguntarle qué ha pasado. Apunta su mirada hacia el
corral, cuenta los animales que hay dentro. Luego ve que Elena sube
la vereda. Pedro Ton retoma su camino para alcanzar a su hija.
Ignacio se siente delatado, levanta su caja y se dirige hacia la
misma dirección. Es tarde para huir.
. . .
El silencio de la noche
penetra la casa, llega hasta la orilla del fogón, donde Pedro Ton
sigue tirado. Permanece dormido; un hilo de saliva se le escapa por
la comisura de la boca, va formando, poco a poco, una masa gelatinosa
en el suelo. En la pared algo murmura, como si fueran ratones
asustados, escapándose de la muerte por algún gato. Apenas escucha,
no reconoce de dónde proviene ese ruido de telarañas que se teje en
su oído. Hace frío: frío del hambre, frío del sueño. Se empapa
de sudor y no deja de tiritar, el frío penetra su cuerpo, sus
huesos, tiembla al lado del fogón.
Pedro Ton trata de
moverse, intenta gritar, siente su cuerpo inútil, sus manos no
sirven, sus pies tampoco. No sabe dónde está, se siente extraviado
en el mundo, alejado del cobijo del santo que está a punto de
recibir.
Al abrir un poco los
ojos, lo primero que encuentra es la oscuridad; oscura la tierra,
oscura su alma. “¡Ya maten a esa cosa que no se calla!, me duele
la cabeza”, quiere decir mas no lo consigue. Tampoco hay alguien
más fuerte que él para que lo levante, para salir corriendo, buscar
otro trago de aguardiente en la casa del pasado Alférez, donde
siempre bebía.
“¡Ayúdame!, Pascuala,
ven aquí, me duele la cabeza”. Nadie le responde, ni un mensaje
que le ayude a ordenar sus pensamientos, a componerle los huesos, sus
gruesos nervios para levantarse. “¿Por qué nadie me responde?”,
se pregunta. Comienza a bullirle la mente, el miedo se le enreda como
una cuerda, se llena de palabras cargadas con todo el peso del
silencio.
El murmullo inicia de
nuevo, crece. “¿No han matado a esa cosa?, me perfora la cabeza”,
nadie más responde; el mismo ruido luego se convierte en llanto, en
un borboteo de sangre. Siente cómo aparece una claridad hiriente,
sus ojos no la soportan; lentamente abre los párpados, la luz se ha
prendido e inunda su vista. Vuelve nuevamente la cabeza hacia donde
recuerda que está su camastro, donde dormía siempre con su pareja.
Se acuerda que tiene una hija muda, una hija no deseada. “Si fuera
niño sería otra cosa”, dice. Perturbado, observa el altar, no
comprende por qué la cruz del Cristo ha desaparecido.
Sobre su camastro algo se
alza, crece como una criatura gigante de la cueva. Quiere gritar a su
esposa. Ven a ayudarme, ven a salvarme de las manos de la muerte,
piensa. Se acuerda que llegó tarde a casa, su mujer le esperaba
sentada al lado del fogón observando cómo ardía una brasa. Ya no
pudo escucharla bien. Intenta recordar algo… “Ésta es la última
vez que has disfrutado del sabor picante y ardiente de tu pox, aquí
estaré para cuidarte, no te dejaré solo”.
El temblor aumenta en su
cuerpo, siente cómo en sus huesos entra el escalofrío, y hasta en
su alma. Tirita sin remedio. No halla forma de escaparse. “Esta no
es mi casa, ¿quién me molesta?”. Silencio.
Una mujer se eleva sobre
el camastro; presiente que de allí proviene el ruido, mas no
comprueba nada. “¿Dónde estás?”, intenta gritar, insultar a su
esposa como lo hacía siempre cuando se enojaba, pero lo que crece y
lastima es ese grito que se entierra en su cabeza.
Había escuchado bien, el
balbuceo no proviene de ningún lado, tampoco es de una rata que haya
caído en una trampa. Todo cuanto quiere decir se convierte en
gemidos, en llanto, en la voz del maíz, en el chillido de un puerco,
de un gato, como el grito desesperado de Elena; como del dueño de
los cerros, de las cuevas, como de alguien incompleto.
En su boca se ha perdido
la palabra, se ha detenido la historia, se han transformado en
sangre, en mutismo, en vacío. Ya nada volverá a ser igual. Pascuala
Tsepente’ se recuesta de nuevo, apaga la luz, se envuelve con su
cobija y abraza a su pequeña Elena.
. . .
El dolor en la cabeza de
Pedro Ton se extiende inesperadamente por todo su cuerpo. Alcanza a
notar vacía la funda de su machete en la pared. Sus ojos se cierran
con lentitud. Ya no existe otro ruido más que el de su propia
respiración. El dolor le entumece la memoria, la sangre en su boca;
siente la lengua hinchada, agarrotada. Despacio, conforme el silencio
se enreda en las telarañas de las paredes, el corazón de Pedro Ton
Tsepente’ palpita en la oscuridad como la pequeña llama
desprendida de una brasa en el fogón.
El presente texto de Mikel Ruiz pertenece a un libro que vacila entre la antología de cuentos y la novela corta titulado "Los hijos errantes", el cual puede adquirirse en las siguientes librerías:
REAL
DE GUADALUPE 31, CENTRO , SAN CRISTOBAL DE LAS CASAS ,
CHIS , C.P.29200
-La
Enseñanza - Casa de la Ciudad
Belisario
Domínguez 15, Zona Centro, 29200 San Cristóbal de las Casas, Chis.
-Centro
Estatal de Lenguas, Arte y Literatura indígenas
(CELALI)
Prolongación Insurgentes #156 - Barrio de María Auxiliadora
29293 San Cristóbal de Las Casas
Prolongación Insurgentes #156 - Barrio de María Auxiliadora
29293 San Cristóbal de Las Casas
01
967 674 5800
Acerca del autor:
Mikel Ruiz (Chamula,
Chiapas) es autor
del libro Los
hijos errantes (Narrativa,
2014), y coautor de los libros: Silencio
sin frontera (Antología
literaria, 2011), Compilación
de cuentos en Lenguas Indígenas 2009 (2010), Luna
ardiente (2009),
y Tejiendo
nuestras raíces (2010).
Tiene colaboraciones en el suplemento cultural “Ojarasca” de La
Jornada/UNAM,
en Diáspora,
revista de arte y lenguaje, y ha sido compilado en “Trece
narradores de Chiapas” para la revista Punto
de Partida (2016)
de la UNAM. Obtuvo el apoyo del Programa de Becas de Posgrado para
Indígenas (PROBEPI, Ciesas/Conacyt 2013-2015), y de la beca de
Jóvenes Creadores del Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes
(FONCA/ CONACULTA), emisión 2010-2011. Actualmente es becario del
Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de
Chiapas (PECDA), 2016.
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