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¿Cómo se dice adiós en alemán?


Ney Antonio Salinas
I

Aquella noche en la que no pudimos mantener a raya a la lluvia y a la nostalgia te puse el mote de dragona. El tiempo avanzaba muy lento y tu mirada fija en el horizonte parecía confabular con la piedra milenaria de Izancanac. Tu sonrisa rivalizaba con el cierzo del sur. Entonces envidié al viento que jugueteaba a sus anchas con sus miles de dedos invisibles entre tus dorados cabellos, porque tu voz ausente era la del viento, porque tu aroma de hierbas y flores pertenecía al viento, porque la delicia total pertenecía al viento.

La contundencia de tu travesía por mi historia se inició una tarde dorada. El viento predisponía todo. Al pasar junto a mí, tu aroma me hizo voltear a verte. Una calle empedrada, un café al aire libre, un león domado de Hemingway entre mis manos (Por quién doblan las campanas) y Goethe (Aus meinem Leben: Dichtung und Wahrheit) entre las tuyas. Ahí empezó la travesía. En este momento, justo detrás del telón que representan mis párpados cerrados te veo: una ciudad de piedra blanca, labrada en ella la serpiente que circunda al mundo. Tú, tomando fotos, sintiendo la piedra, desde el tacto hasta el latido. la condición de piedra en tu expresión te otorgaba mucho de deidad y de recuerdo imperecedero. Y no quise cerrar jamás en el libro de la memoria esa tarde-página, esa puesta de sol donde todo en ti era oro, un color hermano del fuego y de los inmensos campos de trigo que tanto prosperan en tu lejana tierra. En tu espalda leía un mapa arcano de algún país inaccesible y legendario; eran tus lunares, una ruta hermosamente trazada sobre una geografía humana y femenina hasta la locura que se antoja recorrer con la lengua de ida y de vuelta, y luego volver para unir cada uno de tus lunares siguiendo su senda hasta el infinito, hasta encontrar el vértice incendiado de tu piel de dragona.

II

Escucho tus pasos escalera abajo, dragona. Cierro los ojos y te veo desnuda, acurrucada en las aguas del río, en medio de la selva, en calidad de piedra antigua, de tezontle y obsidiana dorada. Tú, nadando en el río. Tu piel atesoraba el tono de la blanquísima arena. Tú, caminando hacia mí al tiempo que te filmaba. Tu desnudez resplandecía en la espesura. Tu sonrisa revelaba mucho de lo que yo anhelé y no sabría explicar ahora, pero en ese momento era para mí lo más cercano a la felicidad. Tu cabeza venía coronada de flores silvestres. Luego te veo corriendo por la senda que lleva al fin del mundo, entre árboles y monstruos mitológicos que nos hemos inventado para esta tarde que permanecerá por muchas tardes venideras de nostalgia en que conmemoraré nuestra batalla, nuestra derrota, antes de tu partida, dragona. Cierro los ojos y te veo subiendo hacia la Tumba de Pakal, invocando a Eolo en Tulum frente al Mar Caribe; gritando eufórica en un partido de pelota en Chichén Itzá; bajando a un cenote en Dzibilchaltún, desnuda y encantadora, con tu cámara tomando fotos de nosotros dos en el agua, en el lecho rocoso, caminando entre la espesura o haciendo el amor a toda hora en nuestra cama, o de mí tomando vino del cuenco hermoso de tu ombligo con mi lengua, o escribiendo algunas líneas en esas hojas que hoy concurren a nuestra historia. Y también permanece la imagen de tu rostro en pleno gesto de delicia y orgasmo. Así, confirmo el recuerdo, siempre en gerundio, como una secuencia fílmica desarrollada todo el tiempo en un imperfecto presente en la pantalla de mi memoria. Cierro los ojos y ahí estás, dragona.

III

Escucho tus pasos escalera abajo, dragona. Por la ventana abierta llega a mí la voz callada y dulce de esta ciudad fría. Mi piel ha empezado a ceder a la distancia de tu cuerpo y de tu aliento. Hay un eco total en esta habitación del Hotel Santa Clara, frente a la plaza central, donde decidimos esta batalla final. Donde confirmamos la derrota que me perseguirá por mucho tiempo. Temo ya a esas tardes y mi encuentro inevitable con las puestas de sol, a mis noches solitarias en las que todo ruido es presagio y amenaza y en las que el silencio se adueña de todo. Temo todo lo que sigue, dragona. Soy un náufrago penitente en la inmensidad de esta cama. Me aferro desde esta tarde a un momento anterior, a una botella vacía de vino en la que pretendo meter mi aliento y sé que esta noche no será fácil. Las blancas hojas que llenamos con dibujos, poemas, pensamientos, estrofas que recordamos cada uno desde la niñez o canciones, o nombres de autores y libros que debemos leer. Todo ha cedido nuevamente al tacto del viento. Esa pila de hojas sale volando por toda la habitación. Pero sé que no hemos perdido las palabras de este episodio de nuestras vidas. No. Imagino que son gaviotas remontando el vuelo hacia el recuerdo con nuestros destinos escritos en sus alas. Te vas y pienso: ¿así es el dolor, dragona?

IV

Hubo una última fuerza, un aliento supuestamente ausente que me impulsó a levantarme de la cama, dragona. Había algo de victoria en ese último impulso. Quería verte para retener en la memoria una imagen contundente de tu partida. Para no pretender que todo esto fue un sueño. O un leve tránsito por el país del ensueño. No. Sabía que las noches venideras estarías presente de múltiples formas en mis sentidos y en esta evocación que me aflige. Y me urgía ese instinto de tragedia a tener esa imagen tuya iniciando la partida definitiva hacia el recuerdo. Me asomé y te vi subir al taxi junto con tus compañeros de viaje. Vestías un pants negro y sudadera blanca con líneas discretas de los colores de la bandera de tu país. Tu cabello recogido en cola de caballo refulgía con el sol de San Cristóbal de Las Casas.

Y cuando había tomado posesión del marco de la ventana —el púlpito desde el que celebraría la bitácora de mi desolación, la proa del barco desde el que me adentraría mar adentro—, pasó: me miraste. Tras tus gafas oscuras adiviné mi sentencia. Fuiste al maletero del vehículo y metiste tu mochila de alpinista. Volviste a mirar hacia la ventana a donde concurría mi herida. Descubriste para mí tanto cielo y tanto mar concentrados en tus ojos. Y toda esa grandeza era para mí, en el preciso segundo en que mis ojos negros correspondían con el oleaje de un caudal salobre e inevitable. Recuerdo tu gesto de fortaleza. Eras una diosa germánica reclamando su culto y su altar. Me miraste más con extrañeza que con sentimiento. Cubriste de nuevo tus ojos y subiste. Todo estaba dicho. Era entonces,el primer instante de la mala hora, dragona.

V

El auto arrancó y fue girando alrededor de la plaza principal, pasó por Los Portales, giró a la izquierda para pasar junto a la Catedral y desapareció tras el edificio neoclásico del ayuntamiento. Ibas al aeropuerto, dijiste. Pero yo sé que te dirigías a la nostalgia. Te fuiste. Quedó un silencio omnipresente. Había música en la calle, cantos de pájaros en los árboles del parque, niños jugando y gritando a un lado del kiosco… Ninguno de esos sonidos llegó a mí. Cerré los ojos e intenté volver a la cama. El piso estaba cubierto con nuestra historia. Las gaviotas habían perdido altura y vuelo. Cientos de hojas a mis pies confirmaban la losa sobre mi corazón. Recogí una al azar. En ella habías dibujado mi rostro a lápiz y lo habías firmado con dos líneas de exquisita caligrafía:

Ich werde an Sie denken.
Ihr Mädchen Drachen. Sieglinde.

(Pensaré en ti. Tu chica dragón. Sieglinde.)

VI

Desde entonces pensaré mucho en ese día, cuando perdimos todo ante la nostalgia. Ese deseo soterrado de volver algunos pasos en el camino. Saberse indefenso ante la contundencia de tu partida. Pero con la certeza de que el reencuentro sería un acto imposible de negación y de ingenuidad. De una esperanza bella, creíble e indefectible. <<No volveré en mucho tiempo, tampoco puedes ir a mi...>>, dijiste. Pensaré en ese día más que en cualquier otro. Porque lo imposible parecía ser posible un segundo antes de tener esa certeza, al mismo tiempo que en calidad de prisionero de tus piernas, tu fuego y tu orgasmo se adueñaban de mis sentidos, de mis latidos y de todo lo que había quedado de mis múltiples naufragios. Incendiabas no sólo mi mundo, también el preciso momento en que me reconocí en tus ojos y ambos supimos que el amor era una proeza posible, una onomatopeya de nuestras voces y palabras poseídas de clímax, un poema en fugaz construcción que perdurará.

Y cuando vuelvo a esta ciudad, mi reloj interior se detiene. Mucho de mí busca recuperar los sentidos en fuga hacia algún lugar hermanado al sueño y al recuerdo. Hay veces en que los mortales buscamos un taxi, le hacemos la parada y le urgimos al conductor llevarnos directo a algún paraíso, en calidad de inaplazable, porque la deshora en que la ausencia duele, a veces coincide con la mayor lucidez emanada de la noche o del silencio. Pero luego padezco borrasca, pérdida y destierro porque no sé indicarle al taxista el lugar donde tú estás, dragona.



*Este cuento forma parte del libro El retorno y otras nocturnidades, publicado por la editorial Porrúa en el año 2013.

Acerca del autor
Ney Antonio Salinas es narrador chiapaneco nacido en Tiltepec, Mpio. Jiquipilas. Ingeniero Agrónomo de profesión y escritor de corazón, Ney Antonio se inició en la lectura narrativa con autores como Salgari, Verne, Hemingway y Poe. Ha sido miembro de diversos talleres literarios en México. Cuenta con publicaciones en diversos medios impresos, desde revistas literarias hasta semanarios en reseñas, cuento, relato y poesía; así como en diversas revistas literarias del país, suplementos culturales y espacios digitales. Ha realizado estudios en Canadá, España y Cuba. Es autor del volumen de cuentos "El retorno y otras nocturnidades" (Porrúa 2013). Funge como miembro activo del comité organizador de La voz enTinta.

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